Sergio nació en una sala del Hospital Regional San José
del Carmen de Copiapó, en la región de Atacama, Chile. Su madre lo dejaría en
el orfanato de La Purísima una hora después de haberlo conocido. Permanecería
en La Purísima hasta los siete años, antes de ser adoptado por una simpática
familia. Siempre tuvo un carácter tranquilo y afable, lo que le permitía ocupar
posiciones modestas en los lugares a los que llegaba. Desde que estaba en el
orfanato, prefería ahorrarse los moretones y mordidas de las riñas por los
juguetes nuevos que llegaban cada año en Navidad, y deleitarse con los pequeños
placeres que la vida en el orfanato le ofrecían. Solía entretenerse con los
escarabajos que encontraba en los pasillos: les amarraba un hilo en el tórax y
los hacía dar vueltas en el aire; apresuraba con una varita el pausado paso de
las arañas; observaba el baile de las palomas en los cables de luz; en
primavera, se recostaba en el pasto fresco mientras pegaba una margarita a su
labio superior, y así olisqueaba dulce polen de la flor.
Estas aficiones serían
recibidas con gracia y risas en la casa de sus padres adoptivos, que gustaban
de su curiosidad infantil. Cuando él tenía diez años, al padre le ofrecieron un
ascenso y la posibilidad de mudarse a otro país. Fue así como llegó a México.
Si el choque cultural fue abrupto o no, él no lo sintió. Como hemos dicho
antes, el pequeño se caracterizaba por su capacidad de adaptación. Esto podría
llegar a considerarse una flaqueza de carácter, más en la vida real, representa
un eficiente mecanismo de supervivencia. Además de saber evitar problemas, no
tenía dificultad para relacionarse con otros, aunque tampoco lo atosigaba la
necesidad de rodearse de amigos. Fue así como al poco tiempo de haberse
instalado en la Ciudad de México se hizo de varias amistades que lo
acompañarían a lo largo de su adolescencia y más. Los años pasaron y Sergio
dejó de torturar escarabajos y perseguir arañas. En su lugar, la apreciación de
la vida citadina y las representaciones artísticas se volvieron sus actividades
favoritas.
La curiosidad que lo caracterizó de pequeño no abandonaría su
esencia, al igual que el acento de su madre patria, que siempre lo delataría
como extranjero. Aún si no tuviera acento, no se le podría encasillar en un
genérico como “mexicano” o “chileno”. Su origen era su propia existencia; su
identidad no dependía del reconocimiento de los demás ni del país en el que
había nacido ni de quienes lo habían criado. No se sentía huérfano, se sentía
él mismo, y vaya que lo era. Su pasión por los detalles y la poesía de la vida
cotidiana lo llevarían a estudiar artes, en la Escuela Nacional de Artes
Plásticas. Un miércoles a las seis de la tarde, recién iniciado el octavo
periodo de la carrera, conoció a Elisa. Sergio caminaba por la acera, rumbo a
su casa en Arboledas, no muy lejos de la facultad. Había poca gente caminando a
esa hora sobre la Vieja A Santiago. Iba abandonado a la contemplación del día
que se extinguía en el horizonte cuando notó una ruptura en el ritmo del momento.
Lo primero que ella notó fue la oscuridad de su mirada,
profunda y fascinante. Mechones de cabello negro y ensortijado enmarcaban su
rostro claro y definido. Su nariz recta se interponía entre el par de lagunas
que la observaban atentamente, mientras ella se reponía del forcejeo y la
lesión recién ocurridos. El malhechor se alejaba con el morral de la chica
entre las manos, triunfante y sin detenerse. Sergio no trato de seguir al
perpetrador, prefirió auxiliar la herida que Elisa se había hecho al ser impelida
por el asaltante. Él sabía bien que en México uno no se puede permitir actos
heroicos a menos de querer convertirse en un mártir que probablemente sería
olvidado en una semana. Así pues, se acerco a la chica y le ofreció su ayuda.
(en proceso...)
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